29 marzo 2009

La Trochita :una travesía por Esquel y sus alrededores, desde el Parque Nacional Los Alerces hasta Trevelin y las huellas de los galeses.

 

Cristian Sirouyan.
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La frase, estampada en una pared de la única capilla galesa de Esquel, irradia una forma acogedora, el modelo que anima a los pobladores de la cordillera de Chubut para ganar la amistad de sus visitantes: «No es piedra sino amor lo que tienen estos muros».

 

Los propios inmigrantes arribados de Gran Bretaña se propusieron devolver gentilezas. Cuando exploraron la zona a fines del siglo XIX, los originarios tehuelches y mapuches tuvieron la deferencia de pasar rápido de la desconfianza inicial a una actitud más generosa: nada menos que ceder parcelas de este esbozo del Paraíso, para compartirlo sin hostilidades.

Aquel pacto de convivencia trajo secuelas. Por estos días, Esquel goza de la más absoluta tranquilidad. Su variado menú de aventuras recorre desde los rincones históricos de la ciudad hasta los estrechos huecos de la montaña, el guardián omnipresente. Decenas de esquelences adoptivos cayeron rendidos ante la seducción del bosque andino -vital y desbordante en estos horizontes poco impactados por el hombre- y echaron raíces sobre las laderas blancas en invierno, furiosamente verdes en verano.

En la secuencia de típicas construcciones de ladrillos y techos de chapa a dos aguas, la capilla galesa Seion -fundada en 1904- desfila como una más. Pero, en este caso, puertas adentro el significado del lugar genera otras sensaciones.

La ruta de los pioneros

Fluye un aire de nostalgia y emoción desde las palabras de Silvia Williams, presidenta de la Asociación Cultural Galesa de Esquel y Trevelin, voz destacada de un coro galés y dueña de «Melys», la última casa de té que funcionó en la ciudad: «Aquí ya no se celebra misa, pero resguardamos nuestra cultura. Transformamos el lugar en un museo, enseñamos el idioma galés y organizamos una muestra de fotos de pioneros».

La mañana siguiente, el guía Víctor (de Limits Adventure) anuncia el inminente ingreso a los dominios absolutos de la Cordillera, rumbo al lago Baggilt. El faldeo se va cubriendo de cipreses, coihues, ñires y lengas. Pero en el camino de la 4×4 se interpone Trevelin, una encantadora aldea que vuelve a inducir a posar los ojos sobre tesoros del pasado galés: dos casas de té, el Museo Regional y, en Aldea Escolar, chacras de tulipanes, plantines de frutilla, frambuesas y ovejas. Peones criollos saludan desde tranqueras que sostienen banderas de Argentina y Gales.

A la altura de la calle vecinal David Jones, la ruta se transforma en un sendero de ripio y, enseguida, muta en una huella que suma contratiempos mientras trepa hacia los 1.800 m de altura del destino final. Tras la primera de las cuatro tranqueras que hay que bajar a abrir (a esta altura, el turista debe asumirse como ágil copiloto), la camioneta empieza a avanzar a los tumbos entre arroyos de piedras, ramas de árboles que raspan la carrocería, cardos, arbustos espinosos de calafate y cañas colihues. Una tras otra, supera las pruebas, hasta que cede ante el escollo mayor: gruesos troncos de ñire y coihue, tumbados como piquetes intransigentes. La excursión sale del paso gracias al guía previsor, que despeja el camino a puro hachazo y permite llenarse los ojos con la espectacular postal final. El lago turquesa es una súbita aparición entre los resquicios de un bosque de lengas y el intimidante cuerpo reverdecido del cerro Cónico.

El aire gélido de la montaña templó el espíritu pero enfrió demasiado para la época las manos y los pies. Al mediodía, una exquisita sopa de verduras esperaba a 50 km de allí, en Esquel. El bálsamo perfecto del restaurante La Barra -complementado por raviolones de cordero con salsa de verdeo- revitalizó el cuerpo y, de paso, fue una bendición para el paladar.

La tarde se presenta óptima para admirar una multitud de cormoranes, apiñada al borde de la laguna Carao, 10 km al oeste de Esquel, observada por un cuarteto de flamencos rosados. En el centro del espejo de agua, un tero real emite una suerte de ladrido, indiferente al vuelo rasante de gallaretas, bandurrias, chimangos y avutardas. Parece haber sido fructífera la clase exprés de observación de aves, a cargo de los ornitólogos María Pía Floria y Javier De Leonardis.

Rumbo al Parque Nacional

Al día siguiente, me propongo hurgar otros matices de la Cordillera desde la perspectiva del Parque Nacional Los Alerces. Sobre la ruta revolotean jotes y, detrás de cabañas de troncos y plantaciones de cerezas y frutillas, el paisaje incorpora lagos encadenados, que se alternan con manojos de cipreses, ñires y maitenes. Bajo la polvareda que levanta el ripio surgen enormes hojas de nalca -que una comunidad mapuche recolecta para preparar curanto a orillas del río Percey-, una franja de mallín -suelo pantanoso cubierto de pasto-, pescadores de trucha inmóviles junto al lago Futalaufquen y un par de campings agrestes. Pero ni siquiera el esbozo de un alerce.


El misterio se devela del otro lado de una pasarela que cruza el río Arrayanes y empalma con un sendero de 1.500 m hasta Puerto Chucao. La caminata casi al trote entre arrayanes y cañaverales tiene sus motivos. Para poder recorrer el Alerzal Milenario, no queda otra que llegar antes de las 11 al muelle. En una hora y cuarto, una lancha cruza el lago Menéndez y desembarca en Puerto Sagrario. A partir de ahí, todo lo que exhibe el bosque -aliado con la montaña y las furiosas arremetidas del río Cisne- resulta decididamente agradable. Ni siquiera la continua presencia de rosa mosqueta -una plaga en esta región- consigue desmejorar el paisaje que enmarca las dos horas de trekking.

Un coro chillón de chucaos parece avisar de la presencia más discreta de pájaros carpinteros, dedicados a perforar troncos de radales. El espectáculo retiene a los más chicos y los aleja del contingente de veinte adultos que corren tras la guía Cinthia. La jefa del grupo acaba de pasar entre dos alerces rojizos, que improvisan un portal de lujo hacia las cascadas del río Cisne. Un matrimonio de cordobeses hace punta y lo imita el resto, sin excepciones: gatillan la cámara desde todos los ángulos que posibilita la vegetación, respiran profundo, dejan caer alguna lágrima y exclaman: «¡Es el Paraíso!». El bosque les tenía reservada esta sorpresa, previa al éxtasis en el último recodo del sendero, donde resiste el Alerce Abuelo, que empezó a brotar hace 2.600 años. El mítico lahuán de los mapuches
luce espigado y robusto con su tronco de 2,20 m de diámetro. Crece a razón de 1 mm por año y ya se estira 57 m hacia el cielo.

El gigante del Parque Nacional es un emblema de Esquel, cuya fama traspasó los límites del país. Sus visitantes también llegan decididos a sucumbir ante el embrujo del tren La Trochita. Se nota un largo rato antes de la partida hacia la aldea mapuche Nahuelpan, a 19 km de Esquel, cuando los pasajeros transforman el andén en una romería, que se torna un caos de corridas apenas se escucha el silbato del guarda y la locomotora de 1922 suelta la primera bocanada de vapor. Todo sea por una foto sobre la máquina y otra en el estribo de cada uno de los diez vagones de madera.

El estado de euforia colectiva se mantiene a lo largo del viaje a 30 km por hora. Las explicaciones de la guía Daniela y la invitación de Jovita (que propone probar tartas de fruta fina, chocolate, té, pan casero y café en alguno de los dos vagones-comedor) se pierden en cada curva, cuando los viajeros -al borde de la desesperación- se apoderan de las ventanas, obsesionados con fotografiar el convoy de punta a punta.

Los estados de ánimo se aquietan considerablemente en Nahuelpan. La parada de 50 minutos es suficiente para visitar la Casa de Artesanías y el Museo de Culturas Originarias, probar las tortas fritas de los lugareños y hasta entreverarse en una mateada que comparten dos mochileros polacos, una aventurera holandesa y una familia de uruguayos. Un bocinazo largo y demasiado agudo anuncia el regreso. La locomotora cincha con fuerza y vuelve a largar vapor a borbotones cada vez más oscuros y La Trochita retoma su traqueteo. Esquel la espera más allá de la meseta, siempre agazapada entre los cerros.

http://www.clarin.com/suplementos/viajes/2009/03/29/v-01886600.htm

Categorizado | Turismo en argentina

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